Uno de los temas que dominaron las redes sociales durante los últimos días del año pasado fue la intervención de la policía en una riña de perros en la ciudad de Mairiporã, SP, Brasil. Se generó un gran debate sobre la cuestión legal, la falta de rigor en la aplicación de las leyes, la relativa inoperancia de la justicia. Pero fue poco lo que se discutió sobre la violencia en sí misma, hasta llegar al punto donde la propia sociedad la incentiva y acepta pasivamente. Convivimos con ella como si fuese algo natural – y no lo es.
La pensadora alemana de origen judía Hannah Arendt (1906-1975) es una referencia en el tema banalización del mal – especialmente oportuna para personas que, como nosotros, trabajan para terminar con el sufrimiento de los animales. Arendt encaró el tema a partir del Holocausto nazi. Para ella el principal factor que lleva al ser humano a realizar acciones de destrucción y muertes, es la sumisión al proceso de masificación y el hecho de que acepta que las organizaciones humanas decidan cosas por él, en función de preceptos meramente técnicos.
Por qué la violencia enfermiza es tan fácilmente aceptada en la sociedad? Por qué está tan presente en los medios? Por qué está justificada como recurso para la represión policial? Por qué seduce tanto en el discurso político? La violencia acompaña al ser humano desde siempre – la violencia endémica en el tejido social, el exterminio de indios por los conquistadores que aún existe, la esclavitud, la violencia doméstica, las guerras, además de todas las otras formas más sutiles, pero no menos dañinas, de violencia social y psicológica.
En este escenario, con un mundo anestesiado e incapaz de reaccionar ante la diseminación y la naturalización de todas las formas de violencia, el permiso para que perros, gallos, gatos y otros animales se maten causa menos sorpresa de lo que debería. Pero es un alerta para reflexionar mejor, no sólo sobre la violencia contra los animales, sino también contra el prójimo, el medio ambiente, la mujer, los que son diferentes, los más débiles, hasta contra los niños, ancianos y enfermos.
Convivimos con la violencia desde hace miles de años, pero eso no justifica que se la encare como normal. La violencia no puede ni debe ser justificada. Una de las formas de violencia es el impulso diseminado de elegir chivos expiatorios, de ver a la justicia como una especie de represalia y de venganza. La liberación de las personas que participaron en la riña provocó indignación.
Pero por otro lado, sólo el hecho de encarcelarlas no ha tenido las consecuencias esperadas, a no ser como venganza. Se trata de un asunto complicado, pero que debería partir de una reflexión sobre la banalización de la violencia. Sólo ese tipo de reflexión puede llevar a conclusiones y acciones que cambien totalmente el escenario actual. Un hijo le dice a su madre: «Todo el mundo hace eso». Y la madre responde: «Tu no eres todo el mundo». En relación a la violencia casi todos aún actúan como ese niño, haciendo lo que los otros hacen, aún siendo inadecuado, injusto o inhumano. El grupo que valida la acción violenta, ya sea en la Alemania nazi o en una riña de perros, es el grupo que transforma a la violencia en un hecho aceptable. Las personas siguen a un determinado para ser aceptadas y poder validar sus propios impulsos violentos. Cuando Jesús dijo: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra», nadie la tiró. Porque? Por que era el grupo que validaba algo que individualmente nadie haría. Siempre existe la posibilidad de mirar y pensar: «Puedo hacerlo mejor, no necesito unirme a ese grupo».
Ganar madurez como personas implica un autoanálisis básico, esa elección fundamental entre endosar la acción del grupo, o colocarse a un lado. Sólo la conciencia individual puede definir si la acción del grupo es adecuada o no. Es indispensable ir más allá de la cuestión aparente y reflexionar sobre la esencia del funcionamiento de la mente humana colectiva e individual. Cabe a nosotros hacerlo. Vale la pena citar al filósofo y economis